viernes, 23 de mayo de 2014

SANGRE EN LA MEMORIA


El sol brillaba en las aguas del mar. Como era normal a finales de mayo, ya hacía calor. Juan, Tono y Manolo me esperaban en la playa de detrás de la estación con sus cañas de pescar. Llegué un poco después de la hora a la que habíamos quedado, pero la culpa fue de mi madre, que no me dejaba salir de casa sin que le ayudara en las tareas del hogar.

--Ya que no vas al colegio, ayúdame a mí –me dijo- que tengo bastante qué hacer.

Me senté sobre los guijarros de la playa. Nuestras cañas eran bastante rudimentarias. Tono tenía una un poco mejor que el resto, pero lo cierto es que a pesar de eso, apenas pescaba más. Monté la mía corriendo, animado porque, aunque ya llevaban casi una hora. no habían cogido nada.

--Venga, que no te hemos dejado nada –dijo Juan-.

--Sí, ya lo veo –le respondí sarcásticamente-, los cestos rebosan. Mira, ¿qué es eso que has pescado? ¿Un tiburón?

Nos tumbamos, sin las camisas y los camales del los pantalones arremangados, como mejor pudimos entre aquellos guijarros redondeados, esperando ver algún movimiento en la punta de la caña que indicara que algún pez había encontrado apetitosos nuestros cebos caseros. Envuelto en aquel ambiente cálido y perezoso, me miraba la punta desgastada de los zapatos. Aquellos eran los de “a diario” y ya estaban bastante rotos. Mejor que me duraran un poco más porque lo de comprar otro par estaba bastante mal. La economía de aquellos días no daba para ningún exceso cuando apenas alcanzaba para cubrir lo más elemental.

El sol nos deslumbraba y no vimos a un pequeño grupo de empleados de la fábrica cercana que pasaron y se burlaron de nosotros.

--¿Qué? ¿Cuántos habéis pescado? ¿Os mandamos al camión?

--A vosotros sí que os mandaría yo… -dijo Tono-, si no tirarais tanta porquería de esa fábrica igual quedaba algún pez para poder pescarlo.

El grupo de obreros se fue riéndose.

La verdad es que siempre olía a petróleo, por mucho que intentasen que no se les derramara. Yo creo que el olor salía por la chimenea que tenía la factoría. Por lo menos, casi siempre tiraba un humo muy negro. Y todo eso cuando no llegaba algún barco al embarcadero de la fábrica y se les caía algo. La playita en la pescábamos se llenaba de eso que llamábamos “blec”. Bueno, la playa y nosotros. ¡Luego había que oír a nuestras madres cuando nos veían la ropa manchada de alquitrán! Últimamente no tenían ellos la culpa de los derrames, bastante tenían con andar reparando los destrozos que por todos los lados se veían en la refinería, pero a nosotros, entre todos, nos fastidiaban la pesca.

Si es que pescábamos algo algún día. Recuerdo que una vez tuvimos suerte (pero mucha) y llenamos todos nuestros respectivos cestos. ¡Qué contenta se puso mi madre! Tuvimos pescado para casi una semana y eso era algo que no podíamos ni imaginar. Por eso me dejaba faltar de vez en cuando al colegio para ir a pescar. Luego, Don Manuel se quejaba, pero yo creo que lo hacía para disimular, porque no ponía demasiado énfasis en ello. En secreto entendía que, en aquella época, a veces era mejor no salir de casa. Y, sobre todo, sabíamos lo que era el hambre en esos días. Y cualquier forma de reducirla era bienvenida.

Serían sobre las diez y cuarto o algo más, cuando vi a mi madre aparecer. “Se acabó la pesca”, pensé. Comencé a recoger mis cosas sin esperar a que me dijera que lo hiciera. Mis amigos lanzaron alguna frase de fastidio por lo bajo.

--Vámonos, Paquito -dijo mi madre-, que nos vamos al mercado.

--¿Al mercado? ¿A qué?

--Ay, pareces tonto. ¿A qué vamos a ir al mercado? ¿A bailar? Venga, que me han dicho que igual hay sardina y verduras y seguramente no estarán muy caras pero, eso sí, habrá unas colas que para qué. Y, por cierto, sabes muy bien que no me gusta que vengas a esta playa a pescar. Es peligrosa. Ya sabes…

Señaló con la cabeza a la refinería. Yo quise defenderme:

--Todo es peligroso en estos días…

Y me llevé un coscorrón.

Así que, pasándome la mano por la cabeza, me despedí de mis amigos y arranqué con mi madre, camino del mercado. Media horita sí que nos quedaba de caminar, así que mejor tirar para adelante y no rechistar más si no quería otro coscorrón.

Pasamos cerca de El Postiguet y vi las barcas de los pescadores del Arrabal Roig varadas en la arena. Con ellas seguro que se podría pescar mucho. Pensé que cuando fuera más mayor trataría de comprarme una. Sería muy emocionante. Además, todas las chicas que fueran a los balnearios de la playa (en cuanto los repararan porque en ese momento estaban bastante mal) se fijarían en mí al verme salir tan valiente y tan moreno con mi barca y regresar con muchísimos pescados. Dejé mis pensamientos cunado pasamos por el ayuntamiento. La bandera ondeaba suavemente, casi perezosa, en el balcón principal.

Nos quedaba muy poco para llegar al mercado cuando, sin saber porqué, escuchamos gritos. La gente empezó a correr de un sitio a otro. Mi madre me cogió del brazo y me arrastró corriendo a una calle transversal. De repente, sentí cómo el suelo temblaba bajo mis pies y un estruendo me estalló en los oídos. Supimos que no llegaríamos a ningún refugio. Ni el del Banco de España ni el de la calle Primero de Mayo ni otros nos parecieron lo suficientemente cercanos como para llegar a ellos vivos ante el fuego que caía del cielo. Así que nos echamos contra la pared de una casa y nos acurrucamos tapándonos con los brazos, aunque instintivamente aún miré hacia arriba y vi varios aviones. Puede que siete u ocho. Quizás nueve. El suelo tembló muchas veces, como si un gigante enfurecido le pegara con un enorme martillo. Cada temblor nos levantaba del suelo. Con el miedo perdí la cuenta de las explosiones cuando iba ya por doce. El aire olía a algo raro, mezclado con el polvo. Como a pólvora o gasolina. Se me metía en los ojos y me picaban, como me pasaba con la garganta. Apena oía nada más que un fuerte zumbido, aunque podía distinguir el estallido de más explosiones y pude apreciar ligeramente las sirenas antiaéreas. A buena hora suenan, pensé. Algunas explosiones iban muy seguidas. Otras se distanciaban unos segundos más. Vi personas correr gritando horrorizadas y sé que no podía ser, pero juraría por lo más importante, que una de ellas no tenía cabeza… 

El cielo se oscureció y tan repentinamente cómo empezó aquel estruendo, se detuvo. Hubo un silencio espeso a pesar de que a mí me seguían zumbando los oídos. Parecía que todo se movía más despacio de lo normal. El polvo y el humo emborronaban la vista. Escuchaba lamentos y lloros lejanos. Mi madre estaba tan pálida que me asusté mucho pensando que estaba herida, pero no, tuvimos mucha suerte y no teníamos ni un solo rasguño, a pesar de haber pasado el bombardeo en la calle, fuera de algún refugio. Estábamos muertos de miedo y llenos de polvo, pero vivos. Lloramos y nos abrazamos tan fuerte que creí que me iba a asfixiar.

Mínimamente repuestos, por decir algo, miramos a nuestro alrededor. Las columnas de polvo y humo se levantaban por varios puntos de la ciudad. Muchas de ellas estaban muy cerca y si no me equivocaba, la que salía del Mercado Central, habría dejado muchas víctimas porque seguro que estaba lleno. Tímidamente algunas personas asomaban de los refugios. Sus rostros estaban desencajados. Otros no habían tenido tanta suerte. Echamos a correr en dirección a la estación del tren donde trabajaba mi padre, preocupados por si allí también habían tirado bombas los aviones de los fascistas italianos. Cuando cruzamos por delante del mercado, mi madre dio un alarido y me tapó los ojos para que no mirara. Yo solo podía mirar hacia el suelo pero fue suficiente. Chapoteábamos sobre una enorme mancha de sangre que llenaba la calle, salpicada de cascotes y restos de toda clase, mientras corríamos lejos de ese infierno. A todo lo que daban nuestras piernas íbamos esquivando gente que no pude ver pero que gritaba y lloraba. Uno de ellos decía: “¡fills de puta, hi ha centenars de morts, fills de puta!”.


                                Imagen creada sobre varias fotografías (montaje).

Han pasado muchos años, pero sé que sería capaz de reconocer aquella voz si la escuchara otra vez. Pero no desearía hacerlo por nada del mundo. El espanto que llevo insertado en mi alma desde aquella horrible mañana, me ha erizado la piel cada vez que he pensado en ella.

Cuando nos alejamos, mi madre, entre el sofoco de la carrera y los nervios de lo vivido, se paró un momento y me cogió por los hombros. Me miró y me dijo:

--¿Sabes qué día es hoy?

--Sí, mamá. Hoy es miércoles.

--Miércoles, 25 de mayo de 1938. No lo olvides jamás.

No he olvidado qué pasó.

Ni quiénes lo hicieron.


¿Cómo podría olvidarlo?





Más info:

Más relatos:

No hay comentarios:

Publicar un comentario