El sol brillaba en las aguas
del mar. Como era normal a finales de mayo, ya hacía calor. Juan, Tono y Manolo
me esperaban en la playa de detrás de la estación con sus cañas de pescar.
Llegué un poco después de la hora a la que habíamos quedado, pero la culpa fue de mi madre, que no
me dejaba salir de casa sin que le ayudara en las tareas del hogar.
--Ya que no vas al colegio,
ayúdame a mí –me dijo- que tengo bastante qué hacer.
Me senté sobre los guijarros
de la playa. Nuestras cañas eran bastante rudimentarias. Tono tenía una un poco
mejor que el resto, pero lo cierto es que a pesar de eso, apenas pescaba más. Monté la mía
corriendo, animado porque, aunque ya llevaban casi una hora. no habían cogido
nada.
--Venga, que no te hemos
dejado nada –dijo Juan-.
--Sí, ya lo veo –le respondí
sarcásticamente-, los cestos rebosan. Mira, ¿qué es eso que has pescado? ¿Un
tiburón?
Nos tumbamos, sin las
camisas y los camales del los pantalones arremangados, como mejor pudimos entre
aquellos guijarros redondeados, esperando ver algún movimiento en la punta de
la caña que indicara que algún pez había encontrado apetitosos nuestros cebos
caseros. Envuelto en aquel ambiente cálido y perezoso, me miraba la punta
desgastada de los zapatos. Aquellos eran los de “a diario” y ya estaban bastante
rotos. Mejor que me duraran un poco más porque lo de comprar otro par estaba
bastante mal. La economía de aquellos días no daba para ningún exceso cuando
apenas alcanzaba para cubrir lo más elemental.
El sol nos deslumbraba y no
vimos a un pequeño grupo de empleados de la fábrica cercana que pasaron y se
burlaron de nosotros.
--¿Qué? ¿Cuántos habéis
pescado? ¿Os mandamos al camión?
--A vosotros sí que os
mandaría yo… -dijo Tono-, si no tirarais tanta porquería de esa fábrica igual
quedaba algún pez para poder pescarlo.
El grupo de obreros se
fue riéndose.
La verdad es que siempre olía
a petróleo, por mucho que intentasen que no se les derramara. Yo creo que el
olor salía por la chimenea que tenía la factoría. Por lo menos, casi siempre tiraba un humo muy
negro. Y todo eso cuando no llegaba algún barco al embarcadero de la fábrica y
se les caía algo. La playita en la pescábamos se llenaba de eso que llamábamos
“blec”. Bueno, la playa y nosotros. ¡Luego había que oír a nuestras madres
cuando nos veían la ropa manchada de alquitrán! Últimamente no tenían ellos la
culpa de los derrames, bastante tenían con andar reparando los destrozos que
por todos los lados se veían en la refinería, pero a nosotros, entre todos, nos fastidiaban
la pesca.
Si es que pescábamos algo
algún día. Recuerdo que una vez tuvimos suerte (pero mucha) y llenamos todos
nuestros respectivos cestos. ¡Qué contenta se puso mi madre! Tuvimos pescado
para casi una semana y eso era algo que no podíamos ni imaginar. Por eso me
dejaba faltar de vez en cuando al colegio para ir a pescar. Luego, Don Manuel se
quejaba, pero yo creo que lo hacía para disimular, porque no ponía demasiado
énfasis en ello. En secreto entendía que, en aquella época, a veces era mejor no
salir de casa. Y, sobre todo, sabíamos lo que era el hambre en esos días. Y
cualquier forma de reducirla era bienvenida.
Serían sobre las diez y
cuarto o algo más, cuando vi a mi madre aparecer. “Se acabó la pesca”, pensé.
Comencé a recoger mis cosas sin esperar a que me dijera que lo hiciera. Mis
amigos lanzaron alguna frase de fastidio por lo bajo.
--Vámonos, Paquito -dijo mi
madre-, que nos vamos al mercado.
--¿Al mercado? ¿A qué?
--Ay, pareces tonto. ¿A qué
vamos a ir al mercado? ¿A bailar? Venga, que me han dicho que igual hay sardina
y verduras y seguramente no estarán muy caras pero, eso sí, habrá unas colas que para
qué. Y, por cierto, sabes muy bien que no me gusta que vengas a esta playa a pescar. Es
peligrosa. Ya sabes…
Señaló con la cabeza a la
refinería. Yo quise defenderme:
--Todo es peligroso en estos
días…
Y me llevé un coscorrón.
Así que, pasándome la mano
por la cabeza, me despedí de mis amigos y arranqué con mi madre, camino del
mercado. Media horita sí que nos quedaba de caminar, así que mejor tirar para
adelante y no rechistar más si no quería otro coscorrón.
Pasamos cerca de El
Postiguet y vi las barcas de los pescadores del Arrabal Roig varadas en la
arena. Con ellas seguro que se podría pescar mucho. Pensé que cuando fuera más
mayor trataría de comprarme una. Sería muy emocionante. Además, todas las
chicas que fueran a los balnearios de la playa (en cuanto los repararan porque en ese momento estaban bastante mal) se
fijarían en mí al verme salir tan valiente y tan moreno con mi barca y regresar
con muchísimos pescados. Dejé mis pensamientos cunado pasamos por el ayuntamiento. La bandera ondeaba
suavemente, casi perezosa, en el balcón principal.
Nos quedaba muy poco para
llegar al mercado cuando, sin saber porqué, escuchamos gritos. La gente empezó
a correr de un sitio a otro. Mi madre me cogió del brazo y me arrastró corriendo
a una calle transversal. De repente, sentí cómo el suelo temblaba bajo mis pies
y un estruendo me estalló en los oídos. Supimos que no llegaríamos a ningún
refugio. Ni el del Banco de España ni el de la calle Primero de Mayo ni otros nos
parecieron lo suficientemente cercanos como para llegar a ellos vivos ante el
fuego que caía del cielo. Así que nos echamos contra la pared de
una casa y nos acurrucamos tapándonos con los brazos, aunque instintivamente
aún miré hacia arriba y vi varios aviones. Puede que siete u ocho. Quizás
nueve. El suelo tembló muchas veces, como si un gigante enfurecido le pegara
con un enorme martillo. Cada temblor nos levantaba del suelo. Con el miedo
perdí la cuenta de las explosiones cuando iba ya por doce. El aire olía a algo
raro, mezclado con el polvo. Como a pólvora o gasolina. Se me metía en los ojos
y me picaban, como me pasaba con la garganta. Apena oía nada más que un fuerte zumbido,
aunque podía distinguir el estallido de más explosiones y pude apreciar ligeramente las
sirenas antiaéreas. A buena hora suenan, pensé. Algunas explosiones iban muy
seguidas. Otras se distanciaban unos segundos más. Vi personas correr gritando
horrorizadas y sé que no podía ser, pero juraría por lo más importante, que una de
ellas no tenía cabeza…
El cielo se oscureció y tan repentinamente cómo empezó
aquel estruendo, se detuvo. Hubo un silencio espeso a pesar de que a mí me
seguían zumbando los oídos. Parecía que todo se movía más despacio de lo
normal. El polvo y el humo emborronaban la vista. Escuchaba lamentos y lloros
lejanos. Mi madre estaba tan pálida que me asusté mucho pensando que estaba
herida, pero no, tuvimos mucha suerte y no teníamos ni un solo rasguño, a pesar
de haber pasado el bombardeo en la calle, fuera de algún refugio. Estábamos
muertos de miedo y llenos de polvo, pero vivos. Lloramos y nos abrazamos tan
fuerte que creí que me iba a asfixiar.
Mínimamente repuestos, por
decir algo, miramos a nuestro alrededor. Las columnas de polvo y humo se
levantaban por varios puntos de la ciudad. Muchas de ellas estaban muy cerca y
si no me equivocaba, la que salía del Mercado Central, habría dejado muchas
víctimas porque seguro que estaba lleno. Tímidamente algunas personas asomaban de
los refugios. Sus rostros estaban desencajados. Otros no habían tenido tanta
suerte. Echamos a correr en dirección a la estación del tren donde trabajaba mi
padre, preocupados por si allí también habían tirado bombas los aviones de los fascistas italianos. Cuando
cruzamos por delante del mercado, mi madre dio un alarido y me tapó los ojos
para que no mirara. Yo solo podía mirar hacia el suelo pero fue suficiente.
Chapoteábamos sobre una enorme mancha de sangre que llenaba la calle, salpicada
de cascotes y restos de toda clase, mientras corríamos lejos de ese infierno. A
todo lo que daban nuestras piernas íbamos esquivando gente que no pude ver pero
que gritaba y lloraba. Uno de ellos decía: “¡fills de puta, hi ha centenars de
morts, fills de puta!”.
Imagen creada sobre varias fotografías (montaje).
Imagen creada sobre varias fotografías (montaje).
Han pasado muchos años, pero
sé que sería capaz de reconocer aquella voz si la escuchara otra vez. Pero no
desearía hacerlo por nada del mundo. El espanto que llevo insertado en mi alma desde aquella horrible mañana, me ha
erizado la piel cada vez que he pensado en ella.
Cuando nos alejamos, mi
madre, entre el sofoco de la carrera y los nervios de lo vivido, se paró un
momento y me cogió por los hombros. Me miró y me dijo:
--¿Sabes qué día es hoy?
--Sí, mamá. Hoy es
miércoles.
--Miércoles, 25 de mayo de
1938. No lo olvides jamás.
No he olvidado qué pasó.
Ni quiénes lo hicieron.
¿Cómo podría olvidarlo?
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