El sábado llegará, otro año
más, el Día Mundial de las Aves. Vuelvo a escuchar lo mal que están muchas
(demasiadas) especies y a leer que se han perdido muchos (demasiados) espacios
que les son vitales. Desde luego, no son buenos tiempos para la avifauna (y, la
verdad, para casi nada y nadie) pero sigo embobándome con sus colores,
deleitando mis oídos con sus cantos y envidiando irremediablemente sus vuelos.
No pierdo la emoción de
observar a las aves. La alegría de la primera golondrina primaveral, de ese
reconocer nocturno del ulular del búho, del asombro de las proezas viajeras de
las pequeñas aves migratorias, del espectacular vuelo en velocísimo picado
aire-mar de los alcatraces ni de la presente cotidianeidad de los gorriones...
es una demostración de estar vivo. Me sigue encantando la mirada de sorpresa
del mochuelo que es descubierto durante el día, ver avanzar por el suelo la silenciosa
sombra de una gran águila o el musical vuelo como el de un murciélago del
verdecillo enamorado.
Pero es su libertad la faceta
más importante: “vagabundos, os amo libres, lejos de la escopeta y de la jaula”
que tan preciso y precioso escribió Neruda. Vuelan sin saber qué extraños
límites nos hemos impuesto los humanos para nosotros mismos. Las aves, en
cambio, no saben de países ni de fronteras. No reconocen idiomas, banderas,
religiones ni razas. Todos y todo está bajo el mismo sol y la misma luna. Solo
el horizonte es su límite, siempre cambiante, continuamente inalcanzable. Son
nómadas, seres libres del mundo.
Solo me queda desear que así
sea por muchos, muchísimos años.
Y que lo compartamos.
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