jueves, 25 de octubre de 2012

CUENTOS DE UNA PEÑA LEJANA

Este texto lo he escrito para el libro "Guardianes del Refugio. Historias de naturalistas en el Refugio de Rapaces de Montejo", el segundo que publicamos colectivamente unos amigos de ese paraje castellano. El libro puede descargarse en formato PDF aquí.





CUENTOS DE UNA PEÑA LEJANA

Soy muy vieja, tan vieja que no sé realmente qué edad tengo. Miles, muchísimos miles de años llevo aquí, sintiendo las cosquillas que el río Riaza me va haciendo y que han modelado mi figura. He prestado mi piel para que broten mil y una plantas que me llenan de verde y perfuman con aromas sutiles. Sabinas, duras como estas tierras castellanas, rompen mi perfil a costa de tener que soportar los impetuosos vientos de la meseta. Pero es en mis arrugas, en los pliegues de mi rocoso corpachón, donde habitan mis emplumados amigos.

Estas aves me sobrevuelan durante todo el año, proyectando su silenciosa sombra, señal de que todo va bien. Otras me visitan sólo cuando el sol aprieta y otras, en cambio, cuando los vientos se vuelven más fríos y anuncian la llegada del manto blanco de la nieve. Pero siempre siento la caricia de las plumas sobre mí.

Buitres leonados en los cielos de Montejo.

Pero ellos, los buitres, han sido los que más intensamente han aprovechado mis viejas arrugas. Para mí, pétrea mole inmóvil, ese dominio del aire, esa capacidad de flotar en el infinito azul, es un misterio que no he acabado de resolver en mi larguísima vida. Siento envidia de esa libertad que les permite ir de un sitio a otro sin aparente esfuerzo, de esos vuelos circulares interminables, de esa fascinante capacidad nómada que los vientos y sus alas han creado.

Durante miles de años ha sido así.

Los hombres fueron llegando. Primero pocos, primitivos, luchando por sobrevivir. Otros aparecieron venidos de muy lejos, se asentaron y se fueron. Llegaron tribus extranjeras a dominar a los que quedaron y, al final, también se fueron todos. Gentes que iban y venían y otras que se quedaban.

Las ovejas iban pastando, cada vez más numerosas, y las zonas llanas que quedaban junto al río fueron convirtiéndose en provechosos cultivos verdes y dorados. Cereales, frutales, y esas plantas de las que aprovechan los humanos sus frutos para elaborar unos caldos que tanto les  gustan. Yo seguía allí, inmóvil, imperturbable, vigilando la vida en cada recodo del río.

Pastor con ovejas en Montejo.

Y, durante un tiempo, temí por mis amigos vivos.

Cada vez menos aves aprovechaban mis arrugas y cada vez menos de ellas me deleitaban con su visión. Oí hablar de venenos, disparos y hambre cada vez que se mencionaban sus nombres. Aquello, de continuar, me dejaría sin amigos.

Un día la situación cambió. Llegaron muchos hombres. Algunos, pretendiendo emular a mis amigos emplumados, lo hicieron en artilugios humanos que eran voladores pero que no tenían, ni de lejos, la elegancia, ni el silencio ni la alegría de los buitres. Debían ser humanos muy importantes, porque acudieron muchas personas. Una, que creo que era el promotor de todo aquello, hasta llevaba prismáticos. Se hicieron fotos y descubrieron unas placas. Habían inaugurado lo que ellos llamaron “Refugio de Rapaces de Montejo”. Y, después de haber pasado treinta y seis inviernos, aún sigo sintiéndome orgullosa de formar parte de él. Han puesto otros nombres para que todo el mundo sepa que estas tierras son muy valiosas pero es ese, el de “Refugio de Rapaces de Montejo”, es el que más emociona cuando lo escucho y el que de verdad siento como propio.

Buitres leonados en el comedero del Refugio.

Lenta pero inexorablemente, fueron pasando las estaciones. Varios humanos se dedicaban a evitar que las aves y los demás animales desaparecieran. Subían por encima de mí y vigilaban los movimientos de los animales y los de los humanos para conseguir una convivencia armoniosa. Al final, quedó uno de ellos, un señor de cara afable, con boina (no sé si lo he visto alguna vez sin ella), del que todos hablan con respeto, admiración y cariño y al que todos llaman Hoticiano.

Ahora, Hoticiano ya está mayor, aunque no lo parezca, y yo le saco muchos años más de ventaja. Así que es su hijo Jesús, pero al que todos llaman Susi con tanto cariño como el que le dan a su padre, el que ahora se encarga de vigilar que todo marche como debe y de anotar cuantas incidencias biológicas ocurran. Quiere tanto a los buitres que tiene un artefacto rodante (eso a lo que los humanos llamáis “coche”) equipado con un remolque mágico, pues abre su puerta y siempre aparece comida para los buitres, en forma de cerdos, caballos, vacas… ¡Si supierais el jolgorio que arman los buitres cuando lo ven y lo bien que sobre él hablan en las largas noches en las que descansan sobre mí!

Vehículo del guarda del Refugio

Hay otro humano (a veces reconozco que tengo dudas) que sigue por aquí y que parece no estar convencido de saberlo todo sobre estas viejas hoces después de tantos años de visitarlas. Le veo infatigable por páramos, bosques, cauces, orillas, cortados, pueblos, fuentes, caminos y cualquier otra superficie pisable que encuentre. Sé que le llaman Fidel José y, caramba, tiene muchos amigos, pero muchos ¿eh? Es como yo: no le afecta el calor, el frío, la nieve, el viento… un elemento más de este paisaje. Lo veo cargado de trastos, mirando con los prismáticos por allí y por allá, anotando en miles de páginas lo que ve, pendiente de todo lo que le rodea y fascinado con todo ello, sin que decaiga nunca su entusiasmo.

Fidel José Fernández, Hoticiano Hernando y Jesús Hernando, en el homenaje a los guardas del Refugio realizado en 2004.

Muchas otras personas han ido llegando para conocer y defender esta región. Vienen de muchos sitios, algunos tan lejanos que ni siquiera puedo ver desde aquí. Ponen sus telescopios y miran a los buitres, a los alimoches, a los halcones, a los búhos, a las águilas perdiceras ¡ay, no! Estas ya no viven por aquí. No pudieron soportar la convivencia con los humanos y no están ya entre mis huéspedes. Una pena. Quizás en el futuro puedan volver. Yo siempre tendré una vieja arruga para ellas.

Censando Peña Rubia.

Estas personas, además, con la llegada del otoño, deben celebrar una especie de fiesta tradicional, porque ya llevan casi treinta años que, durante un fin de semana, ocupan sitios estratégicos y cuidadosamente cuentan a todos los seres vivos que ven. Creo que a esta celebración le llaman “censo de otoño” y para ellos debe ser muy importante porque no fallan nunca ni en hacerlo ni en los números que sacan. Para no tener tanta experiencia acumulada como yo, aciertan siempre.

Todas estas personas quieren que estas tierras sigan siendo un paraíso biológico. Gentes de los pueblos cercanos y de poblaciones lejanas coinciden en que es necesario que estas hoces sigan siendo un tesoro natural. Unos (menos mal que son pocos y no llevan la razón) piensan que lo mejor es hacer que todo el paisaje se llene de humanos patosos y de carteles que anuncien dónde están los rincones más sagrados y frágiles para que así dejen de serlo. Otros opinan lo contrario (afortunadamente son la grandísima mayoría) y lo basan en su larga experiencia en estas tierras, de las que están enamorados, y en los datos que han obtenido desde hace ya más de treinta años y que transforman esos sentimientos en las cifras que indican cómo está la vida salvaje en estas hoces.

Naturalistas "montejanos" (de izda a dcha): Alfonso Lario, Raúl González, Fidel José Fernández, Pedro Rodríguez y Sergi Arís, anotando citas en el vehículo de Susi de regreso a Montejo.

Mientras ellos sigan defendiendo estas tierras de planes de uso (que parecen de abuso) y otros desmanes, y continúen queriéndolas, sé que me sentiré segura. Son como las sabinas, que perduran tras el paso de las tormentas y son permanentes en el paisaje.

Llega el atardecer y, como desde hace miles de años, mi pétrea piel se vuelve dorada con los rayos del sol. Soy la peña más rubia de las hoces. Brillo sobre los chopos de la orilla del río y sobre las doradas espigas. Las ovejas regresan acompañadas por el pastor para dormir y los buitres van ocupando sus huecos. El búho real se despereza y comienza a afinar su voz. Las primeras estrellas empiezan a brillar. Todo está tranquilo.

Peña Rubia al atardecer.


Así todo está bien.



2 comentarios:

  1. Preciosa forma de documentar un trabajo y una larga trayectoria en protección de la naturaleza.

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  2. Gracias, Juan.
    Esperemos que sigamos en esa línea por muchos años.

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