CUENTOS DE UNA PEÑA LEJANA
Soy muy vieja, tan vieja que
no sé realmente qué edad tengo. Miles, muchísimos miles de años llevo aquí,
sintiendo las cosquillas que el río Riaza me va haciendo y que han modelado mi
figura. He prestado mi piel para que broten mil y una plantas que me llenan de
verde y perfuman con aromas sutiles. Sabinas, duras como estas tierras
castellanas, rompen mi perfil a costa de tener que soportar los impetuosos
vientos de la meseta. Pero es en mis arrugas, en los pliegues de mi rocoso
corpachón, donde habitan mis emplumados amigos.
Estas aves me sobrevuelan
durante todo el año, proyectando su silenciosa sombra, señal de que todo va
bien. Otras me visitan sólo cuando el sol aprieta y otras, en cambio, cuando
los vientos se vuelven más fríos y anuncian la llegada del manto blanco de la
nieve. Pero siempre siento la caricia de las plumas sobre mí.
Buitres leonados en los cielos de Montejo.
Pero ellos, los buitres, han
sido los que más intensamente han aprovechado mis viejas arrugas. Para mí,
pétrea mole inmóvil, ese dominio del aire, esa capacidad de flotar en el
infinito azul, es un misterio que no he acabado de resolver en mi larguísima
vida. Siento envidia de esa libertad que les permite ir de un sitio a otro sin
aparente esfuerzo, de esos vuelos circulares interminables, de esa fascinante
capacidad nómada que los vientos y sus alas han creado.
Durante miles de años ha
sido así.
Los hombres fueron llegando.
Primero pocos, primitivos, luchando por sobrevivir. Otros aparecieron venidos
de muy lejos, se asentaron y se fueron. Llegaron tribus extranjeras a dominar a
los que quedaron y, al final, también se fueron todos. Gentes que iban y venían
y otras que se quedaban.
Las ovejas iban pastando,
cada vez más numerosas, y las zonas llanas que quedaban junto al río fueron
convirtiéndose en provechosos cultivos verdes y dorados. Cereales, frutales, y
esas plantas de las que aprovechan los humanos sus frutos para elaborar unos
caldos que tanto les gustan. Yo seguía
allí, inmóvil, imperturbable, vigilando la vida en cada recodo del río.
Pastor con ovejas en Montejo.
Y, durante un tiempo, temí
por mis amigos vivos.
Cada vez menos aves
aprovechaban mis arrugas y cada vez menos de ellas me deleitaban con su visión.
Oí hablar de venenos, disparos y hambre cada vez que se mencionaban sus
nombres. Aquello, de continuar, me dejaría sin amigos.
Un día la situación cambió.
Llegaron muchos hombres. Algunos, pretendiendo emular a mis amigos emplumados,
lo hicieron en artilugios humanos que eran voladores pero que no tenían, ni de
lejos, la elegancia, ni el silencio ni la alegría de los buitres. Debían ser
humanos muy importantes, porque acudieron muchas personas. Una, que creo que
era el promotor de todo aquello, hasta llevaba prismáticos. Se hicieron fotos y
descubrieron unas placas. Habían inaugurado lo que ellos llamaron “Refugio de
Rapaces de Montejo”. Y, después de haber pasado treinta y seis inviernos, aún
sigo sintiéndome orgullosa de formar parte de él. Han puesto otros nombres para
que todo el mundo sepa que estas tierras son muy valiosas pero es ese, el de
“Refugio de Rapaces de Montejo”, es el que más emociona cuando lo escucho y el
que de verdad siento como propio.
Buitres leonados en el comedero del Refugio.
Lenta pero inexorablemente,
fueron pasando las estaciones. Varios humanos se dedicaban a evitar que las aves
y los demás animales desaparecieran. Subían por encima de mí y vigilaban los
movimientos de los animales y los de los humanos para conseguir una convivencia
armoniosa. Al final, quedó uno de ellos, un señor de cara afable, con boina (no
sé si lo he visto alguna vez sin ella), del que todos hablan con respeto,
admiración y cariño y al que todos llaman Hoticiano.
Ahora, Hoticiano ya está
mayor, aunque no lo parezca, y yo le saco muchos años más de ventaja. Así que
es su hijo Jesús, pero al que todos llaman Susi con tanto cariño como el que le
dan a su padre, el que ahora se encarga de vigilar que todo marche como debe y
de anotar cuantas incidencias biológicas ocurran. Quiere tanto a los buitres
que tiene un artefacto rodante (eso a lo que los humanos llamáis “coche”)
equipado con un remolque mágico, pues abre su puerta y siempre aparece comida
para los buitres, en forma de cerdos, caballos, vacas… ¡Si supierais el
jolgorio que arman los buitres cuando lo ven y lo bien que sobre él hablan en
las largas noches en las que descansan sobre mí!
Vehículo del guarda del Refugio
Hay otro humano (a veces
reconozco que tengo dudas) que sigue por aquí y que parece no estar convencido
de saberlo todo sobre estas viejas hoces después de tantos años de visitarlas. Le
veo infatigable por páramos, bosques, cauces, orillas, cortados, pueblos,
fuentes, caminos y cualquier otra superficie pisable que encuentre. Sé que le
llaman Fidel José y, caramba, tiene muchos amigos, pero muchos ¿eh? Es como yo:
no le afecta el calor, el frío, la nieve, el viento… un elemento más de este
paisaje. Lo veo cargado de trastos, mirando con los prismáticos por allí y por
allá, anotando en miles de páginas lo que ve, pendiente de todo lo que le rodea
y fascinado con todo ello, sin que decaiga nunca su entusiasmo.
Fidel José Fernández, Hoticiano Hernando y Jesús Hernando, en el homenaje a los guardas del Refugio realizado en 2004.
Muchas otras personas han
ido llegando para conocer y defender esta región. Vienen de muchos sitios,
algunos tan lejanos que ni siquiera puedo ver desde aquí. Ponen sus telescopios
y miran a los buitres, a los alimoches, a los halcones, a los búhos, a las
águilas perdiceras ¡ay, no! Estas ya no viven por aquí. No pudieron soportar la
convivencia con los humanos y no están ya entre mis huéspedes. Una pena. Quizás
en el futuro puedan volver. Yo siempre tendré una vieja arruga para ellas.
Censando Peña Rubia.
Estas personas, además, con
la llegada del otoño, deben celebrar una especie de fiesta tradicional, porque
ya llevan casi treinta años que, durante un fin de semana, ocupan sitios
estratégicos y cuidadosamente cuentan a todos los seres vivos que ven. Creo que
a esta celebración le llaman “censo de otoño” y para ellos debe ser muy
importante porque no fallan nunca ni en hacerlo ni en los números que sacan.
Para no tener tanta experiencia acumulada como yo, aciertan siempre.
Todas estas personas quieren
que estas tierras sigan siendo un paraíso biológico. Gentes de los pueblos
cercanos y de poblaciones lejanas coinciden en que es necesario que estas hoces
sigan siendo un tesoro natural. Unos (menos mal que son pocos y no llevan la
razón) piensan que lo mejor es hacer que todo el paisaje se llene de humanos
patosos y de carteles que anuncien dónde están los rincones más sagrados y
frágiles para que así dejen de serlo. Otros opinan lo contrario (afortunadamente
son la grandísima mayoría) y lo basan en su larga experiencia en estas tierras,
de las que están enamorados, y en los datos que han obtenido desde hace ya más
de treinta años y que transforman esos sentimientos en las cifras que indican
cómo está la vida salvaje en estas hoces.
Naturalistas "montejanos" (de izda a dcha): Alfonso Lario, Raúl González, Fidel José Fernández, Pedro Rodríguez y Sergi Arís, anotando citas en el vehículo de Susi de regreso a Montejo.
Mientras ellos sigan
defendiendo estas tierras de planes de uso (que parecen de abuso) y otros
desmanes, y continúen queriéndolas, sé que me sentiré segura. Son como las
sabinas, que perduran tras el paso de las tormentas y son permanentes en el
paisaje.
Llega el atardecer y, como
desde hace miles de años, mi pétrea piel se vuelve dorada con los rayos del
sol. Soy la peña más rubia de las hoces. Brillo sobre los chopos de la orilla
del río y sobre las doradas espigas. Las ovejas regresan acompañadas por el
pastor para dormir y los buitres van ocupando sus huecos. El búho real se
despereza y comienza a afinar su voz. Las primeras estrellas empiezan a
brillar. Todo está tranquilo.
Peña Rubia al atardecer.
Así todo está bien.
Preciosa forma de documentar un trabajo y una larga trayectoria en protección de la naturaleza.
ResponderEliminarGracias, Juan.
ResponderEliminarEsperemos que sigamos en esa línea por muchos años.