«En mi garaje vive un dragón
que escupe fuego por la boca».
Supongamos que yo le hago a
usted una aseveración como esa. A lo mejor le gustaría comprobarlo, verlo usted
mismo. A lo largo de los siglos ha habido innumerables historias de dragones,
pero ninguna prueba real. ¡Qué oportunidad!
—Enséñemelo —me dice usted.
Yo le llevo a mi garaje. Usted
mira y ve una escalera, latas de pintura vacías y un triciclo viejo, pero el
dragón no está.
—¿Dónde está el dragón? —me
pregunta.
—Oh, está aquí —contesto yo
moviendo la mano vagamente—. Me olvidé de decir que es un dragón invisible.
Me propone que cubra de harina
el suelo del garaje para que queden marcadas las huellas del dragón.
—Buena idea —replico—, pero
este dragón flota en el aire.
Entonces propone usar un
sensor infrarrojo para detectar el fuego invisible.
—Buena idea, pero el fuego
invisible tampoco da calor.
Sugiere pintar con spray el
dragón para hacerlo visible.
—Buena idea, solo que es un
dragón incorpóreo y la pintura no se le pegaría.
Y así sucesivamente. Yo
contrarresto cualquier prueba física que usted me propone con una explicación
especial de por qué no funcionará. Ahora bien, ¿cuál es la diferencia entre un
dragón invisible, incorpóreo y flotante que escupe un fuego que no quema y un
dragón inexistente? Si no hay manera de refutar mi opinión, si no hay ningún
experimento concebible válido contra ella, ¿qué significa decir que mi dragón
existe?
Su incapacidad de invalidar mi
hipótesis no equivale en absoluto a demostrar que es cierta.
Las afirmaciones que no pueden
probarse, las aseveraciones inmunes a la refutación son verdaderamente
inútiles, por mucho valor que puedan tener para inspirarnos o excitar nuestro
sentido de maravilla.
Lo que yo le he pedido a usted
que haga es que acabe aceptando, en ausencia de pruebas, lo que yo digo.
Carl Sagan.
Extraído de Wikipedia (ver).
Ilustración generada mediante Inteligencia Artificial (freepik.com)
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