Hoy os dejo con una serie
de algunos de los microrrelatos con lo que participé en el concurso de la
cadena SER (sin éxito, claro) el año pasado. Para este concurso hay que
escribir no más de 100 palabras y el texto debe comenzar con la última frase
del microrrelato que ganó en la semana anterior, que es la que aparece como
título.
Hasta que decidimos colgarla de la pared no respiramos.
Hasta que decidimos colgarla de
la pared no respiramos. Nadie imaginaba que el reto de Pablito de esconderla
armaría tanto lío. A Don Manuel le cayeron las gafas cuando vio que faltaba la
fotografía. Luego llegaron al patio varios coches con unos policías muy serios
y se llenó el colegio de señores de gris. A Liberto se lo llevaron porque el
director decía que sus padres eran rojos. A mi me parecían sólo un poco
morenos. Colgamos otra vez la foto del señor con uniforme. “Está boca abajo”
pensé. Bah, no importa, en casa de Liberto también la ponen así.
Hace ya tiempo que aquí nadie cree en los milagros
Hace ya tiempo que aquí nadie
cree en los milagros. La gente sólo cree en lo que tiene hoy. Mañana es un
plazo de tiempo muy largo cuando no hay esperanza. Son tantos años de fuego y
plomo, tanta desolación... Demasiadas banderas y todavía más dioses que sólo
trajeron oscuridad, miedo y muerte a esta tierra olvidada. Recojo un trozo de
pan polvoriento que me entrega un soldado extranjero. Él me mira y por unos instantes
me regala una sonrisa. Piensa que ha hecho el milagro de hoy: otra mujer afgana
podrá llegar a mañana... siempre que ocurra un milagro.
La mujer de la fotografía sonreía.
La mujer de la fotografía
sonreía. Era una sonrisa dulce y cómplice que guardaba un secreto. Parecía no
importarle estar tan escondida en la cartera de papá. Mamá y él nunca se
sonreían, sólo cuando venían algunos amigos o si se cruzaban con los vecinos.
Yo los miraba de reojo, mientras jugaba sobre la alfombra. Realmente, ni se
hablaban. Una tarde, mamá me mandó llevar una carpeta olvidada a la oficina de
papá. Aunque estaba cerca de casa, nunca había estado allí. Llamé al timbre y
la secretaria me abrió, con una sonrisa dulce y cómplice que guardaba un
secreto.
La mujer de la fotografía sonreía (II)
La mujer de la fotografía
sonreía. Era una sonrisa estudiada y medida, como la pose de su cuerpo. Ella se
veía ante el patio de butacas aplaudiéndole puesto en pie. Los flashes le
hacían parpadear y se cubría delicadamente los ojos con una mano. En cambio, en
la otra, notaba unos incómodos tirones que no comprendía. La ovación aumentaba
y el público pedía más. Se arrancó con su pieza favorita. Irritada, escuchó una
voz triste: “mamá, ya no eres una diva famosa, no cantes y vayámonos del
vertedero. Ese señor no para de hacernos fotos y aquí no hay comida”.
No dije que lo sabía.
No dije que lo sabía. “Te ha
caído un papel”, insiste. No contesto. Sólo recibo gritos furiosos con el puño
amenazador en alto. Para él, no soy nada, no merezco ni su mirada, así que no
advierte mi sonrisa cuando vuelvo la cabeza y veo, bajo la cama, asomar el asa
de la maleta. Me insulta otra vez, pero ya mi mente se niega a escucharle.
Guardo en el batín aquel papel caído al suelo y acaricio ese trocito de
celulosa, protegido y oculto en el cálido bolsillo. Es mi liberación, en forma
de billete para un vuelo de madrugada.
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